“La primera impresión es la que queda”. Es el eslogan comercial de una conocida marca de perfumes, que bien podríamos aplicar al impacto sensorial que nos condiciona un vino. Materia orgánica, viva y en continúa evolución, un vino puede determinar nuestra opinión, influyendo el momento de ser descorchado, el ambiente y hasta la propia compañía circunstancial de la propia cata.
Ante todo, hay que remarcar, que la curiosidad (cultural, si cabe) debe ser el primer requisito para desnudar a un vino. Apreciación, fundamentalmente subjetiva, teñida en ocasiones de nutridas dosis de experiencia, la cata de vino responde a la valentía (intelectual y comprometida) del paladar por conocer el resultado final en copa de un proceso que lleva varios meses, incluso años de trabajo viticultor. Ese mismo afán cognitivo e inquietud artística son innatos a la persona siempre libre de prejuicios. No es preciso ser un profesional experto para disfrutar en el deleite de una buena y correcta cata; simplemente, con afición y unas mínimas nociones, se puede conocer la identidad, el ADN y el carácter, en definitiva, de un vino, por el que podemos dejar seducirnos en nuestro particular idilio.

Siguiendo el símil comparativo de las personas, el vino también se adentra en nuestro filtro selectivo, primeramente, a través de la vista. Es la llamada fase ‘visual’. Higiene de la copa y mesura en el servicio son las dos primeras pautas para apreciar el vino. Ante un fondo blanco (es suficiente con un mantel o una servilleta), y sujetando la copa por la base o el cuello (para no influir en su temperatura con la mano) giramos la copa en un ángulo de 45 grados. Entonces, evaluaremos la presencia de cuerpos extraños (corcho, como ejemplo), la existencia de burbujas (carbónico), y ante todo la intensidad y claridad del propio vino. Sin entrar en variedades más específicas, y como normal general, se suele incidir en la palidez y reflejos (pajizos) para vinos blancos jóvenes; si presentara un aspecto dorado, producto de la oxidación, responde a una merma visual; dicho vino estaría en su fase de vida decreciente para su consumo. Por supuesto, la excepción queda hecha para blancos tradicionales como la uva francesa ‘Chardonnay’, aptos para fermentación en barrica, y con buena respuesta a la evolución. Para tintos, el gusto está en la variedad y las posibilidades visuales se multiplican en los jóvenes o bien los sometidos a procesos de crianza. No obstante, y aferrándonos a las condiciones más genéricas, debemos sopesar el color cereza con matices violáceos que denotan la juventud, siguiendo unas tonalidades más granates conforme el vino evolucione hacia un mayor envejecimiento (color rubí para Grandes Reservas).

Entramos en la fase olfativa. Una primera impresión queda provocada con la inclinación de la copa. Son los llamados aromas primarios del vino; después, con movimiento de copa, liberamos el vino para inhalar los aromas secundarios, los que determinan, verdaderamente el apellido y la personalidad del vino. En el caso de los blancos, los aromas florales o frutales (manzana, melocotón, piña, plátano o mango) son la seña de identidad más representativa. Para los tintos, los aromas a juventud la determina el aroma a regaliz, ciruela o frutos secos, evolucionando hacia vainilla, torrefacto, cuero e indisolublemente ligados a la madera para los vinos que han pasado por barrica (cuidado porque su exceso también oculta otros aromas). Podemos identificar un tinto comúnmente defectuoso cuando en su primera acometida nos regale un fétido olor a azufre, (inconfundible olor a huevo podrido).

Finalmente, llegamos al gusto. El paso por boca resulta crucial. Marca la memoria en el romance de un vino y su paladar, y como el primer beso de amor en las primeras citas, puede enamorarnos o decepcionarnos. Ha de ser suave, delicado, libre de excesos pero firme y concentrado en el primer sorbo. Vital es su recorrido por toda la cavidad bucal para que inunde todas las papilas gustativas. El juego de la respiración matiza ese comportamiento en boca, ya que el aire puede contribuir combinar la apreciación del vino desde el bulbo olfativo. Si la cata es puramente técnica, se procederá a su expulsión; no obstante, se debe ingerir una pequeña cantidad que finalmente contribuye a redondear la percepción final. Si ese retrogusto es placentero y duradero, estaremos ante vinos (básicamente tintos) estructurados y completos. Para los jóvenes, el equilibrio en boca queda marcado en la sabia conjugación de acidez y azúcar. En tintos, un defecto habitual de aquellos más ásperos, suele ser su huella astringente en boca.

Por ultimo, cabe destacar que los vinos, como las personas determinan un contexto, un momento y un lugar. Influye hasta nuestro propio estado anímico. Por supuesto, el vino es cultura y como tal no puede quedar divorciado de la gastronomía, testamento antropológico de un pueblo y una región determinadas. Así como cada plato marida con cada vino (es el comensal quien escoge esa apasionada travesía en las viandas del ‘buen yantar’), un determinado vino se aprecia más intensamente con cada copa. Eso, sin olvidar, siempre, que la cata, no es científica en sus juicios; siempre subjetivo y personal, como una pasión, un buen vino no puede quedar oculto a nuestro círculo social, si cae simpático, terminará siendo aceptado por nuestra familia y amistades.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí